12.1.17

Economía del bien común, un modelo de futuro

Se empieza a escuchar con fuerza otra forma de entender la economía pública y privada, a la que con diferentes nombres llamamos “Economía del bien común”, es decir, un sistema económico que “también” busca matrices de resultados que afecten positivamente a la sociedad presente y futura. 

¿Y en qué se basa este nuevo concepto de “Economía del bien común”?

Afecta a todos los segmentos de la economía del consumo, productiva, social, laboral o de relaciones con el dinero, aunque no sea dinero real.

Si empezamos con los proveedores, debemos acotar la figura del proveedor como algo mucho más grande de lo que nos imaginamos. Proveedores somos todos, de muy diferente forma, de un tamaño muy distinto. En la medida en que nos relacionamos, entregando servicios o productos, somos proveedores de algo o de alguien.

Y aquí la oferta como proveedores debe ser como poco más ética. Algo que sin duda se debe exigir por encima de casi todo a los que controlan la financiación de todo el proceso económicos, sean bancos o similares.

Podemos tomar como ejemplo una lechuga o un kilo de carne de pollo. Desde que alguien vende las semillas (o los pollitos) y hace un contrato de compra de futuros por los miles de kilos de lechuga que aún no se han plantado en la tierra, ya entra la ética a gobernar la relación. Los precios se marcan para que el agricultor gane lo justo para que no desee dejar el campo. La ética del precio al producto no busca el beneficio de quien lo trabaja ni de quien al final compra y paga por todo el producto final. Todo se organiza para que en las estaciones intermedias los vendedores y compradores ganen lo más posible.

Estos conceptos de economía sin dignidad y de laboratorio económico para controlar los beneficios de los procesos, es la que hay que revertir y modificar. A eso hay que añadir que todos los procesos sean sostenibles tanto en el presente como en el futuro.

Un reparto más lógico de las plusvalías que van generando todos los pasos de la producción, es lo que hay que controlar para que la economías ea más del bien común, y no sólo del bien privado de unos pocos. Los beneficios de los procesos deben ser mejor repartidos entre todos, productores entre ellos, pero también la propia sociedad que alienta y permite los grandes negocios con un consumismo programado.

Un reparto más justo de las rentas, menos desigualdades, más democracia y transparencia, mayores estándares de calidad y control, cambiar el concepto social de los pasos intermedios en los procesos de distribución, y sobre todo orientar parte de los beneficios que se obtienen hacia las acciones de bien común que se necesitan. Hay que repartir, así de simple.

Las abarcas desiertas, de Miguel Hernández

Este poema de Miguel Hernández fue publicado por primera vez en el diario de Madrid Ayuda, el 2 de enero de 1937, un periódico de solidaridad a favor de los más desfavorecidos, y nos trae los recuerdos de infancia de Hernández, nos lleva a la época de su vida "más fea por malponiente y maloliente", como él mismo diría.

España estaba en plena Guerra Civil y la evocación de aquellos años de inocencia infantil se ven enturbiados por sus convicciones y reivindicaciones sociales. Se sirve de un acontecimiento aparentemente gozoso –la llegada de los Reyes Magos– para esbozar una amarga queja contra los distintos estamentos del poder que se muestran ajenos a la miseria de la población, y de las condiciones en las que vivían en la más miserable de las zonas de aquella España rural.

Patetismo y nostalgia infantil que utilizaba la poesía como un medio de reivindicación contra la negativa condición social de los desfavorecidos. Es un poema joven, pues tenía 26 años cuando lo escribió.

'Las abarcas desiertas'                           

Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
Y encontraban los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.
Nunca tuve zapatos,
ni trajes, ni palabras:
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.
Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río,
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.
Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.
Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.
Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.
Toda la gente de trono,
toda gente de botas
se rió con encono
de mis abarcas rotas.
Rabié de llanto, hasta
cubrir de sal mi piel,
por un mundo de pasta
y un mundo de miel.
Por el cinco de enero,
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.
Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.

La vieja televisión de hace 40 años

En 40 años la España que pisamos la hemos transformado entre todos hasta no conocerla. Y eso es importante decirlo al aire, para que no se nos olvide de donde veníamos. Es verdad que las tecnologías han cambiado el mundo y nos han venido hechas, pero también es muy cierto que nuestra posición era tan baja, que hasta el lugar al que hemos llegado, hemos visto en estos 40 años unos cambios tremendos y que sin duda nos merecíamos, aunque ahora nos hagan sonreír.

Os dejo la programación de la televisión en España, de un día laboral de agosto del año 1975. No había más que cadena y media. Sí, poca cosa para elegir. Pero vamos a meternos un poco en los entresijos de esta programación.

Empezaba con una Carta de Ajuste, que era una cosa sin mucho motivo, un hilo musical con una pantalla fija, y que todavía no sé bien qué sentido tenía. Pero existía y era escuchada. A continuación media hora de Programa Regional, pues ya habían llegado las corresponsalías fuera de Madrid, todo un éxito. Pero hasta las 15 horas con el Telediario no empezaba la chicha interesante. Se mantiene pues el horario con el actual.

Unos dibujos animados y un programa cultural. Y descansamos de emitir hasta las 19 horas.

Algo de deporte, un episodio de una serie del momento y otra vez el Telediario, esta vez a las 21,30 pues en aquellos años se trabaja hasta más tarde que ahora y había que pillar a toda la familia junta. El show de Carol Burnett y algo sobre Napoleón. Y antes de irnos a dormir a las 24 horas, cinco minutos de reflexión religiosa, para rezar todos los españoles juntos. Guay.

En el UHF que ya había perdido su nombre guapo —U - H - F— se ponía una programación de noche. Una película o una revista sobre el cine, el Telediario a las 22 horas, por si el del Primer Programa no te lo habías podido meter entre pecho y espalda, y una película de verdad. Viejita, eso sí. Y para tranquilizarte, pues el Segundo Programa era para más intelectuales y estos ya sabían rezar solos, una Última Imagen, con un paisaje o una frase superpuesta de ánimo.

11.1.17

Sócrates y la prueba de los Tres Tamices

Dicen las viejas lenguas que en la antigua Grecia, al gran filósofo y sabio Sócrates hace como 2.400 años —y que ya tenía una gran reputación de sabiduría— un día vino alguien a entrevistarse con él, a contarle cosas sin haber escuchado antes mucho, sino intentando persuadirle y medrar, y tuvo la osadía de preguntarle a Sócrates:

—¿Sabes lo que acabo de oír sobre un amigo tuyo?
—Un momento —respondió Sócrates—, antes de que me lo cuentes, me gustaría hacerte una prueba, la de los Tres Tamices.

—¿Los tres tamices?
—¡Sí! —continuó Sócrates— antes de contar cualquier cosa sobre los otros, es bueno tomar el tiempo de filtrar lo que se quiere decir. Lo llamo La prueba de los Tres Tamices. El Primer Tamiz es la verdad. ¿Has comprobado si lo que me vas a decir sobre mi amigo es verdad?

—No, yo sólo lo escuché a otros.
—Muy bien. Así que no sabes si es verdad. Continuamos con el Segundo Tamiz, el de la bondad. Lo que quieres decirme sobre mi amigo, ¿es algo bueno, es positivo?

—¡Ah, no! Por el contrario, lo que me dijeron era que había hablado mal de tí.
—Entonces —cuestionó rápidamente el filósofo Sócrates—, quieres contarme cosas malas acerca de mi amigo y su relación conmigo y ni siquiera estás seguro de que sean verdaderas. ¡Buff! Tal vez aún puedes pasar la prueba del Tercer Tamiz, el de la utilidad. ¿Es útil y positivo que yo sepa lo que me vas a decir de este amigo?

—No, creo que no te va a gustar, en serio.
—Entonces, —concluyó Sócrates— lo que ibas a contarme no estás seguro de que sea cierto, no es bueno ni para él ni para mi, ni resulta útil para ninguno de los dos. ¿Por qué o para qué deseabas decírmelo?