Llevaba varias horas sentado, ensimismado y pendiente de mis vecinos de asiento, observando como bajaban y subían tras la puerta del autobús o desaparecían sin saber bien cual era el motivo por el que después de estar un tiempo esperando en las filas, cambiaban de rumbo. Yo quieto por fuera, vigilaba el mundo que se movía en la parada e intentaba que no se fijaran en mi.
Mujeres maduras, jóvenes escondidos en su música, ¡un niño sólo!, ¡un… ¿qué hace este diminuto chaval caminando de la mano de un libro tan grande?
Se quedó sentado a mi lado, en la bancada de la marquesina que no dejaba lugar para muchos, y en una posición maravillosa para leer el título del libro algo viejo y de tamaño incómodo para él, con el que descansó a mi lado.
“La insoportable levedad del ser” leí dos veces… dos.
Pero mi sorpresa fue a más cuando, ya asentado y tras mover su cuerpo dulce varias veces hasta encontrar la posición cómoda, abrió el libro por su marca páginas y se puso a leer en la página 59…
Me pregunté por su edad, busqué en su cara detalles de adulto, revisé su atavío, miré sus zapatos. No era un adulto encogido, era un travieso chaval de unos 8 años con cara de párvulo iletrado, pero estaba leyendo lo imposible.
Y con mi mano le toqué levemente en el hombre como si de un adulto fornido se tratara para reclamar su atención.
—¿Estás leyendo este libro? —le pregunté casi preocupado. Pero su respuesta me preocupó más todavía.
—He vuelto para demostraros que el mundo sigue siendo tan feo como imaginé —me respondió con voz muy fina— y que los hombres somos incapaces de levantarnos entre los muertos sociales para reclamar dignidad…, te asombra mi aspecto ¿verdad? Simplemente es que me da asco volver de adulto. Soy el autor y he venido a corregir mis escritos, que no mis desesperanzas.

