18.8.13

Son sus primeros 91 años. Eran, más bien.


Contemplaba hoy los primeros 91 años de mi tía y pensaba en los silencios que le acompañan, en su incipiente demencia, en todo lo que se le ha ido borrado de la vida. Se acabaron las pilas, me decía yo mientras la miraba tomarse una repostería de chocolate. Pero dentro habitaba ella, todavía repleta de sus vivencias aunque ahora solo sean un recuerdo y que solo conocemos y en parte los que estamos fuera.

Todos nos aferramos a vivir, a vivir mucho incluso, a no compartir y menos a repartir. Todos creemos que esto es para siempre, pero un día viene el “clic” y se apagan las luces de la libertad. Nos demos cuenta o no.

En cruzaba su visión en mi recuerdo, apagada y distante ya, con su vida real: una de las primeras mujeres que vendía en una gran tienda de Zaragoza todo tipo de tejidos de punto, de ropa o de moda, desde los primeros años de la postguerra. Vendía mucho y le pagaban mucho en comparación a sus compañeros hombres y mujeres (cosa rarísima, todo hay que decirlo). Hoy sus ahorros se los están quedando en la residencia de ancianos. Los dineros que no quiso gastar y disfrutar los entrega mes a mes para sopas y callistas. Jope.

Y como la conversación era complicada pensé en un momento en el hombre que con los brazos en alto caía disparado en el estómago frente a un tanque en El Cairo. Nadie sabe tampoco qué era horas antes de morir a manos de un imbécil asesino. Podría ser un profesor lleno de cultura, un vendedor de pastelería, un limpiador de coches, un mecánico electricista. Era alguien importante para los suyos y sobre todo para él. Pero no era nadie para su asesino, militar, por supuesto.

Valemos lo que somos capaces nosotros mismos de reconocer que valemos. Mientras nosotros mismos seamos capaces de reconocernos, valemos para algo. Cuando ya no sabemos distinguir al sobrino de la nada, es que simplemente ha bajado el telón aunque sigamos alimentándonos de sopas.