3.11.09

Mi ordenador y yo. Francisco Ayala, año 1985

Os dejo un artículo que escribió el muy reconocido y premiado escritor español Francisco Ayala en 1985, sobre su primer ordenador y las nuevas tecnologías. Han pasado casi 25 años y todavía navega por internet este artículo por otra parte muy conocido.

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Aunque voy a escribirlo yo, este artículo no está escrito por mí, sino que le he encargado a mi recién estrenado ordenador que lo escriba. En nuestro fin de siglo, ningún escritor que se precie debe usar otro instrumento de trabajo que la última máquina producida por la industria electrónica.

Seguiremos hablando de escritura, porque las técnicas que han quedado obsoletas dejan en el idioma una especie de vestigio o de fósil, que dura mucho más allá de su aplicación práctica. Lo que se llama el estilo de un escritor lleva en la palabra misma ese vestigio, refiriéndose a la época en que se escribía con un estilo, estilete o punzón sobre una tablilla encerada. 


Cuando yo comencé de niño a aprender el arte de la caligrafía (cuyo nombre incluye a su vez un fósil o vestigio: el cálamo) ya no se usaban las plumas de ganso de siglos anteriores, pero todavía llamábamos cortaplumas a nuestros cuchillitos o navajillas, en recuerdo de aquellos tiempos en que era necesario cortar el cañón de la pluma de ave una vez y otra para mantenerla en buen estado. 

Las plumas que usábamos ahora eran de acero, pero seguían llamándose plumas como las de ave, y todavía no era raro que se les siguiera dando ese nombre de plumas a las estilográficas que pronto vinieron a sustituir a aquéllas en el uso corriente. Aún puede ser que de vez en cuando denominemos hoy plumas a los bolígrafos u otros instrumentos semejantes.

En la época de mi juventud empezaron ya algunos escritores a utilizar la typewriter, y el emplearla o no era en cierta medida un modo de autodefinirse en relación con el progreso. 


En fin, escribir a máquina podía significar ser escritor de vanguardia, mientras que los tradicionalistas declaraban enfáticamente su fidelidad, no ya a la estilográfica, sino a la pluma de acero (quizá alguno persistiera en escribir todavía con pluma de ganso), proclamando la necesidad que sentían de la pausa para mojarla en el tintero, del que sacarían, con el negro líquido, la poética inspiración.

Y al paso que van las cosas, estas nuevas máquinas o ingenios electrónicos alcanzarán un grado de perfeccionamiento tal que baste con impartirles instrucciones detalladas con la orden de escribir un artículo hablando —por ejemplo— de sí mismas, para que el artículo sea escrito con mayor rapidez, con mejor estilo y probablemente con más agudeza mental que pudiera hacerlo quien lo firma al pie.


Francisco Ayala, 1985