21.3.21

Pandemia (04) Los hijos se comerán a sus padres. Ruptura contra el Pasado


Si algo marcará nuestro futuro más cercano tras la pandemia será el intento de romper con el pasado, o mejor dicho, “contra” el pasado. Es inevitable sospechar que aunque todo está circulando por cauces pacíficos al menos durante este 2020 que acaba e inicio del 2021 que avanza titubeante, en algún momento además de soluciones se destapará la válvula de escape, no sabemos bien todavía de qué manera. Más en unos países que en otros, según el grado de satisfacción o dolor social que hayan sufrido en este periodo de pandemia. 

Nada es más necesario para quien sufre que encontrar culpables sobre los que descargar las iras contenidas.

Y digo necesario porque de lo que se trata es de que no explote, sino de que se escape la presión de una forma controlada. Aunque haga ruido como una olla rápida, e incluso asuste la escena mientras contemplamos como se llena de vapor de agua el recinto. Si no dejamos salir el vapor contenido, puede explotar el acero y herirnos en la cara los trozos descontrolados de la explosión.

Por eso la válvula de escape tiene que marcarnos un enemigo, y ese será el pasado. No sabemos si el pasado de un año atrás o el de 20 años atrás. Lo contemplaremos mientras nos asustamos. 

Los jóvenes tienen que “comerse” a sus padres como es lógico y el Complejo de Edipo o de Electra (sin sexo que analizar) explica muy bien las necesidades de tener que marcar nuevo territorio de los jóvenes, desplazando a los padres para ocupar ellos su puesto. 

Sobre todo si los progenitores sociales no han sido capaces de solucionar el futuro de los hijos, en dotar de recursos y soluciones a toda la variedad de problemas que representa edificar un futuro nuevo, una emancipación simple sobre la que hacer palanca.

Esta pandemia es sin duda el punto de arranque de una rebelión callada o no contra lo que podríamos llamar “Sistema” y que no es otra cosa que las formas de vivir en la actualidad. Muy distintas si eres africano de Mauritania, americano de Colombia, europeo de Suiza o un ciudadano de Laos. 

Pero todos llevan consigo la misma necesidad. “Lo actual ya no nos sirve a los jóvenes” por mucha tecnología que le hayamos añadido los mayores a las formas de vivir. 

Hay que romper “contra” el pasado, pues se trata sobre todo de buscar responsables de lo que está mal. Y “contra” ellos cargar las tintas para vencerlos.

Hay una crisis soterrada de evolución humana, de entender de otra manera la realidad tan distinta entre personas, entre animales de la misma raza de mamíferos inteligentes, que buscan como es lógico una uniformidad de posibilidades mucho menos distinta. 

Todos queremos mantener nuestra cultura, nuestro idioma, nuestras costumbres, pero todos también queremos un acceso más similar a la dignidad humana.

Podemos ser de diferente religión o de distinto color de piel, pero queremos tener los mismos derechos y las mismas obligaciones, la misma justicia y el mismo acceso digno a la vida. 

Y en ese campo se van a pelear las próximas guerras mundiales, como ya se demuestra con las inmigraciones que llamamos masivas sin darnos cuenta que la palabra “masiva” es otra cosa muy diferente a que vengan 300 personas en cayucos.

Pero también está claro que no todos los seres humanos se van a dejar impregnar por los cambios de la misma manera. Y por eso está seguro que será inevitable una guerra de conceptos humanos

Si una cultura determinada no desea tener hijos irá perdiendo influencia, si una cultura no desea mezclarse con el resto será tratada como enemiga, si una cultura se abre al intercambio comercial, cultural y de convivencia será más fuerte.

Esto supondrá una globalización de las razas, de las culturas, de las formas. Y en apariencia —aunque esto no nos guste— es muy fácil que suceda. Amparado también por la actual pandemia si las soluciones no son encerrarse en uno mismo como país. 

Hace 60 años costaba seis horas como mínimo ir desde Zaragoza a Aranda de Duero en la frontera entre Soria y Burgos. Hoy en muy poco más de tiempo se va desde Madrid a New York. 

Hace 60 años ibas a lo sumo una vez al año (por coste soportable) desde el pueblo a la capital, hoy —si lo necesitas— viajas varias veces desde tu pueblo a cualquier capital de Europa. El esfuerzo económico es similar. 

Es inevitable pues que las calles de Roma o de Madrid, de Kuwait o de New York se parezcan cada vez mas entre ellas, llenas por los mismos comercios, las mismas marcas, los mismos tipos de iluminación en las fachadas. ¿Es esto bueno? Lo que sí parece ya es inevitable.

La globalización de las calles, de los locales, de las personas, de los deseos de romper con el pasado, no van a representar una diversidad mayor, sino una homogeneización más contundente. 

Mas uniformidad, cuanta más globalización cultural exista. Pero eso también puede tener su punto positivo y que afecta más a los mas débiles. Cuanto más globalizados estemos menos posibilidades tenemos de destruirnos entre nosotros.

Tras la II Guerra Mundial quedó claro en todos los Gobiernos del Mundo que éramos capaces de autodestruirnos entre nosotros mismos. Pues el primer momento de la historia de la Humanidad en que asumimos nuestra capacidad de poder matarnos como raza, de poder destruir todo el Planeta. 

En teoría lógica, cuando más globalizado esté el mundo, cuanto menos posibilidades tengan los disidentes del “Sistema” global, menos posibilidades hay de destrucción. Nadie quiere destruirse así mismo, excepto que estés loco. 

Efectivamente, el propio “Sistema” tiene que conseguir que no gestionen el mundo ningún “Loco” de libro, o procurar mecanismos de auto defensa contra eso posible “Loco”.

El COVID nos ha mostrado que “algo” nos convierte a todos iguales, débiles, enfermos, sin control, pobres. 

Ya no es la constatación de que ese “algo” nos podría convertir, ahora ya se trata de la seguridad de que lo ha realizado, aunque tengamos mecanismos de una defensa a posteriori en el campo económico. Pero los miedos, las micro revoluciones en las economías de todo tipo, eso, ya no es posible revertirlo aunque aprendamos a imprimir dinero como posesos. Sobre todo porque puede volver a suceder y las medidas podrían ser de otro tipo y las soluciones no existir para todos por igual.

Romper con el pasado podría suponer abrazar un nuevo futuro, pero también podría suponer abrazar un pasado más remoto que el actual. Y en eso es donde tenemos el peligro la sociedad actual. 

Si nos remontamos al año 450 y observamos la Caída del Imperio Romano vemos a continuación la entrada en la Humanidad de la Edad Media. Era claramente una ruptura con todo lo que representaba el poder de Roma y su civilización.

Esa histórica Edad Media que vino por vacío de poder más que por otro motivo claro…, aportó muy poco a la humanidad aunque duró… 1.000 años. 

Tuvo que venir el Renacimiento (otra ruptura de Ciclo, de Era Histórica) para incluso volver a los conceptos que se habían quedado quietos en el siglo V. En este siglo V la humanidad decidió —posiblemente sin proponérselo— que lo que había servido hasta ese momento había que vencerlo, o más claramente, el mismo Imperio Romano se venció a sí mismo. Pero tardamos 1.000 años en lograr algo realmente innovador, que volvía a la casilla de salida en conceptos sociales, de arte, de estética, de organización urbana, de poder, de exploración, de innovación. 

Cuidado pues con quedarnos atascados ahora, si admitimos que lo viejo es muy malo, pero no somos capaces de encontrar un recambio válido.

Estamos en este 2021, entrando pues en la Tercera Década del Siglo XXI, en ese momento histórico de poder decidir si somos capaces de saberlo hacer mejor, para respondernos qué queremos hacer con el futuro, una vez que ya hemos decidido romper con el pasado.

Muchos de nosotros es posible que no deseemos romper con nada pues nos va —como civilización— entre bien y muy bien, pero hay muchos otros a los que hemos dejado orillados —o no hemos atendido con la urgencia que ellos esperaban de nosotros—, que no piensan lo mismo que la parte del mundo occidental a la que le va entre regular y bien, y que desean romper totalmente con ese pasado, el mismo que incluso hoy los privilegiados entre la mayoría admitiríamos como mal menor.

Cuando a mitad de la década de los años 50 los EEUU se convirtieron en la Primera Potencia Mundial, con un cambio claro en sus maneras de entender las economías productivas, asistimos a la clarificación de quien había ganado la guerra, esa II Guerra Mundial que había acabado en teoría en el año 1945. Pero tuvieron que pasara 10 años para que los resultados de aquella victoria de los EEUU sobre todos los demás, lo admitieran o no, se dejara notar sobre las formas de dominar, de construir cultura y maneras. 

Uno de aquellos cambios fue cambiar el azul de los monos en las empresas por el blanco de las camisas en las oficinas. Un cambio táctico. Poner en valor no la mano de obra de la cadena de producción, sino la reflexión sobre cómo obtener mejores beneficios en los laboratorios de Ideas, aunque fueran financieras o de control de calidad o de los recursos humanos de cada empresa. 

Era potenciar la economía del papel, del despacho, por encima de la economía del trabajo manual.

Ese concepto fue una ruptura con el pasado, una revolución en el concepto del beneficio, de la economía, del dinero, que rompía con el concepto de que cuanto más trigo se plantara, más rico era un país. Ya no había que plantar trigo para tener mucho trigo y muy barato. 

Simplemente había que mandarlo plantar en otra zona del mundo y pactar el precio de compra antes, para saber a qué precio se podía vender el pan un año después. Se sabía qué beneficios se iban a obtener un año después vendiendo, sin ponerse el mono azul. Simplemente había que crear panaderías y controlarlas desde una mesa.

Este concepto de cambio brutal aunque no lo parezca, se multiplicó enseguida en una globalización de los años 50/60 del siglo XX, y también en esa globalización se tomaron posiciones estratégicas en el cambio para no perder protagonismo en todo el mundo. Si era bueno vender CocaCola, había que controlar la fabricación en la misma zona en donde se vendía. Y el dueño de la CocaCola controlaba y controla desde su mesa en Atlanta o en Delaware lo que se fabrica en Madrid o en Londres, marca el precio, el diseño, el tamaño del envase.

El resto del mundo es “libre” para decidir cuántas CocaColas se bebe al año. Eso es globalización a la que podemos llamar negativa o positiva, pues es ambas cosas. Y contra esa globalización no se puede pelear desde abajo. Si acaso podría suceder que los dueños de la CocaCola se descubrieran un día como NO americanos. Pero poca más ruptura que esa es posible… de momento.

Nota.: La imagen de arriba es del fotógrafo Jaime Villanueva de Madrid para el diario El País.

Julio M. Puente Mateo