1.4.15

El balcón no está, pero yo lo veo siempre

Las personas se han ido, solo quedan las calles, las sombras de los árboles que van sacando hojas deprisa no les vayan a venir los calores de golpe, como siempre. Somos un país transeúnte, nómada, de ir y venir, de no estar nunca con seguridad. Con seguridad de estar.

Los pueblos han vuelto a recobrar la alegría, los niños, las tiendas de pan abiertas, los bares llenos, la gente paseando entre los senderos de cereal que empieza a ser verde. Ahora los campos de trigo están en su punto para no parecerlo. Son como campos ingleses pero de jóvenes. Luego se secarán para alimentarnos. 

Tras estar dos días en el campo debo reconocer que no he logrado escribir más de un par de artículos, lo cual es poco. Creo que el sol y el viento me han tocado las narices y me han dejado seco.

Esta Semana Santa es rara pero espero ser capaz de emplear el Jueves Santo en lo básico, recordar mi niñez y volver un rato por San Nicolás. En estas fechas cuando me acerco a la plaza de la iglesia miro hacia el muro donde estaba el balcón de aquellos años. No está mi madre, claro, pero tampoco está el balcón. Yo lo veo, pero solo yo. Incluso a su derecha observa que todavía se conserva el botijo del verano sobre un plato roto de cerámica vieja. Igual estoy soñando.