13.10.09

Un relato (muy) corto para presentar en clase. Se avisa, es algo duro.


Dejé el coche sin cerrar por si tenía que escapar con urgencia, que alguna vez el miedo posterior me pierde y no encuentro las llaves entre los bolsillos llenos de tonterías.
No habría andado ni cien pasos cuando Dios me avisó de que aquella mujer de andares descuidados que doblaba la esquina era el trabajo encargado. Se balanceaba acompasadamente en un caminar abstracto que denotaba poco cuidado, pero me daban igual los detalles, porque mi obediencia tenía que ser total. Yo no pregunto nunca, porque es Él quien saben los motivos. Simplemente hago bien mi trabajo, observo levemente a las personas para saber cómo debo entrarles en mi relación, y si tengo dudas las dejo ir hasta esperar otro trabajo. No había gente en la estrecha calle de barrio y las horas azotaban la noche con un viento fresco que encogía almas y desviaba ideas, lo que impedía pensar nada que no fuera llegar pronto a los portales.
Metí las manos en mis bolsillos para palpar y con la seguridad del obediente, me fui acercando lentamente hasta el encuentro. Normalmente rezo algo, pero esta vez creo que no me dio tiempo, pues la distancia era muy corta y no era momento de descuidar el pensamiento, si van a ser todos los sentidos los que debo emplear en mis mandados.
Mi mirada en esos instantes no tenía objetivo, porque sé que en cuanto se posan mis ojos se asusta el observado; pero al cruzarme a su altura alcé la mirada hasta su cara, mi mano izquierda hasta su rostro, y de un golpe seco con mi ancho abreostras en medio de su garganta, logré cumplir las órdenes.
Antes de que aquella mujer procesara lo que había sucedido, intentó gritar con fuerza; pero la sangre le invadió la garganta, y la boca (sin dejarle emitir sonidos de auxilio), se abrió para soltarme su sangre sobre la chaqueta.
¡Guarra!
Con la otra mano levanté un largo cúter de empapelador para clavárselo entre las costillas izquierdas sabiendo que sólo la mitad de las veces encontraba corazón porque el resto, se me partía entre las putas costillas. Todo tiene que hacerse en décimas de segundo para que el castigado elegido no pierda el equilibrio y entonces encuentres hombro en vez de músculo blando. Esta vez salió el movimiento con maestría, si no hubiera sido por la mancha asquerosa de la camisa que tanto cuesta luego limpiar.
Cuando la mujer dobló las rodillas que ya no volvería a balancear, miré al cielo avisando al Dios de que ya había cumplido. Sé que me observó con una leve sonrisa y me alabó como siempre. Para el castigado no hay excusa posible, cuando ya te han juzgado y tienen que pagar tus culpas.
Intenté taparme las manchas cruzando los brazos, pero era una labor imposible, —¡mierda!—, y seguí andando mientras observaba espacios en busca de miradas chivatas. ¿Y ahora qué hago con esta ropa? Giré sobre mis pasos cruzando de acera y caminé rápido en busca del coche, mientras buscaba las llaves en mis bolsillos.
—¡Dios!, no las encuentro, ¿estoy tonto?